El hombre en la danza y el ballet clásico

En los albores del ballet teatral, por los tiempos del reinado de Luis XIII, solamente los hombres tenían acceso al gran ballet de corte. Un poco después, si bailaban las damas, lo hacían ellas solas y eran escasos los espectáculos en que se mezclaban bailarines y bailarinas.

El papel preponderante que el ballet romántico otorgó a la bailarina ha hecho que muchos ignoren que en su sentido más estricto, la danza es inherente a la naturaleza humana, sin distinción de sexos y que, por ejemplo, en la Grecia de la Antigüedad, la danza fue utilizada como entrenamiento de los guerreros, hasta el punto que se atribuya al famoso filósofo Sócrates, la frase «el mejor bailarín es también el mejor guerrero».

No puede tampoco olvidarse el importante peso del hombre en muchas danzas folclóricas de origen rural o urbano, ni que fueron hombres quienes pulimentaron las danzas preclásicas desde el Renacimiento temprano, haciendo del maestro de danza un favorito de cortes y palacios.

En los albores del ballet teatral, por los tiempos del reinado de Luís XIII, solamente los hombres tenían acceso al gran ballet de corte. Un poco después, si bailaban las damas, lo hacían ellas solas y eran escasos los espectáculos en que se mezclaban bailarines y bailarinas.

Luis XIV, notable bailarín de su corte y ferviente apasionado de la danza, creó bajo su reinado la Real Academia de la Música y la Danza, hecho que daría impulso definitivo al desarrollo del ballet profesional, pues en ella se establecieron las primeras reglas de lo que hasta hoy se conoce como danza académica, rigurosamente establecidas por aquellos primeros maestros, encabezados por Pierre Beauchamps, a los que se encargó el trabajo de desarrollar el ballet en la Real Academia.

Uno de los colaboradores de Beauchamps fue Claude Balón (1671-1744), maestro, bailarín y coreógrafo de altísima reputación en la época.

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Erik Bruhn in rehearsal with Mikhail Baryshnikov for La Sylphide (Ballet National of Canada).

Su nombre está asociado al término «ballon», que entre los bailarines expresa la capacidad para quedar suspendido en un salto por un instante y caer luego suave y elásticamente. Sólo en 1681 se registra la aparición de una bailarina, Mlle. De la Fontaine, quien se presentó en la ópera-ballet El triunfo del amor, de Lully, ocasión que no estuvo exenta de cierto escándalo de parte de unos espectadores poco habituados a la presencia femenina en escenas de ballet.

Con la llegada del nuevo siglo surgen otros talentos de la Real Academia: las bailarinas Sallé y Camargo llaman la atención por su expresividad o por sus habilidades técnicas. Entre las figuras masculinas aparecen los nombres de Pierre y Maximilien Gardel.

Pero un gran artista acapararía prontamente la atención de los entendidos por el arte del ballet. Louis Dupré sería el primer bailarín en la historia en recibir el calificativo de «Dios de la Danza».

Había nacido en 1697 y en 1714 debutó en la Academia, donde permaneció hasta 1751, en que se retiró. El Caballero Casanova, vio bailar a Dupré en 1750 y comentó en elegantes frases la profunda impresión que dejó en él la actuación del destacado bailarín. Fallecido en 1774, dejó una serie de excelentes ex discípulos que disputarían entre sí el cetro de la danza, pero entre los hombres, la estrella más rutilante fue, sin lugar a dudas, Gaetano Vestris.

Gaetano Apolline Baldassare Vestris, nació en Florencia, en 1728. En 1747, marchó con su familia a París, donde estudió con Dupré, debutando en 1742 en el ballet Le Carnaval et la Folie. Ascendido a primer bailarín en 1751, su depurada técnica le valió ser el nuevo «Dios de la Danza», título hasta ese momento sólo concedido a su maestro. Mme. Lebrun lo recuerda en sus Memorias como «esbelto, muy guapo hombre, perfecto en la danza noble»…

Desgraciadamente su impertinencia y vanidad fueron tan grandes como su talento y acompañaron su fama a través de la historia. Murió en París en 1808. De sus amores con la bailarina Marie Allard, una de las más celebradas bailarinas de la Opera, había nacido su hijo Augusto, en 1760.

Marie-Jean-Augustin Vestris estudió en la Real Academia con su padre. Debutó en 1772 con el ballet La Cinquantaine, destacándose por su brillante técnica de saltos y piruetas. Fue nombrado primer bailarín en 1778. Mme. Lebnun dice de él, «Fue el bailarín más sorprendente que pueda haberse visto, tanta era su gracia y ligereza… nadie hacía sus pirouetas como él las hacía.., de repente se elevaba al cielo de una manera tan prodigiosa que se diría que tenía alas».

Se retiró en 1816 y vivió hasta 1842, pasando sus últimos años como Profesor de la Academia, donde tuvo como alumnos, entre otros, a Augusto Bournonville, Fanny Elssler y Marie Taglioni. Honró con creces la reputación de su apellido, pero junto al título de «Dios de la Danza», heredó igualmente la impertinencia de su padre, quien sentía fuerte orgullo del talento de su elogiado hijo, al punto de decir que «Si no se quedaba en el aire al saltar, era para no humillar a sus colegas»

En los comienzos del siglo XIX tuvieron alguna relevancia bailarines como Salvatore Vigano y Jean Dauberval. Pero el espiritualismo que inundó la revolución romántica en el arte alcanzó también al ballet, cuya temática se inclinaría hacia lo fantástico y lo sentimental, reforzado por los adelantos de la máquina teatral.

El estreno de La Silphide, en 1832, marcó un momento crucial en el desarrollo de esta nueva estética dentro del ballet. Fue tal el éxito de este ballet feérico, en el que una sílfide etérea se deslizaba sobre las puntas de los pies, que influyó incluso en la moda de la época. El vestido diseñado para Marie Taglioni reflejaba muy bien la inmaterialidad del personaje de la leyenda y se constituyó en paradigma de vestuario para los ballets que inundaron los escenarios del Romanticismo.

Pero, sin lugar a dudas, fueron «las puntas» el fenómeno que provocó la más grande transformación en el desarrollo de la danza y aunque fue Taglioni la que inmortalizó esta nueva base de la danza femenina, el hecho había venido preparándose desde el siglo anterior, en el que en un afán de elevación, los bailarines subían cada vez más sus «relevés».

La ingravidez que los personajes del romanticismo requerían encontraba en el baile en puntas su expresión natural.

Sin embargo, las puntas contribuyeron en la época romántica a la destrucción de la danza masculina. La bailarina tenía necesidad de un apoyo en los largos adagios y el bailarín masculino dejó de ser el compañero de bailes, para convertirse en el soporte de la bailarina. Esto explica que la primera mitad del siglo XIX estuviera plagada de nombres de legendarias bailarinas, que junto a Taglioni, protagonizaron los grandes ballets románticos, pero que entre los hombres, sólo Jules Perrot tuviera un espacio de envergadura, aunque más como coreógrafo que como bailarín.

En el apogeo del Romanticismo hay solamente un maestro que otorgó igual importancia a bailarinas y bailarines: Augusto Bournonville, ilustre discípulo de Vestris.

Los ballets de Bournonville, algunos de los cuales aún integran el repertorio de muchas compañías, se caracterizan por conceder a los bailarines masculinos la posibilidad de mostrar sus destrezas y de acompañar con elegancia a su compañera, pero sin convertirse en el sostenedor de ella.

En la segunda mitad del siglo XIX el ballet en Europa Occidental cae en absoluta decadencia. Entre los eclipsados hombres, sólo Enrico Cecchetti tuvo un lugar destacado, pues en esa área geográfica, únicamente Italia se mantuvo corno centro de la danza. Era tal la orfandad masculina en París, que en el estreno de Coppelia, en 1870, una bailarina tuvo que interpretar el rol de Franz.

La resurrección del ballet hacia finales del siglo XIX tendría lugar en Rusia, donde desde que en el siglo anterior se había fundado la Escuela de Danza del Estado, este arte había ido cobrando importancia y ya a mediados del XIX existían tres escuelas (San Petersburgo, Moscú y Varsovia), en las cuales se prestaba igual atención al desarrollo de bailarinas que de bailarines.

Correspondió a Marius Petipa (1818-1910), bailarín, coreógrafo y maestro francés que había sido alumno de Vestris, enriquecer el arte del ballet en Rusia, al exigir a sus solistas la más alta capacidad de ejecución. La Bella Durmiente, El Lago de los Cisnes, Cascanueces y Rayrnonda, son ejemplos notables de la inmensa capacidad coreográfica de Petipa y sus colaboradores, los maestros Enrico Cecchetti y Lev lvanov. Y aún cuando la bailarina seguía reinando en los escenarios, el desarrollo de la danza en Rusia en las últimas décadas del siglo XIX preparó el camino para la aparición de nuevos creadores, como Mijail Fokin (1880-1942) cuyos novedosos conceptos darían impulso a nuevos caminos de la coreografía.

Pero, sobre todo, favoreció el surgimiento de un nuevo «Dios de la Danza», Vaslav Nijinski, verdadera leyenda de la danza masculina, cuyo legado es obligada referencia. Desde los tiempos de Vestris, no había existido otro genio masculino en la danza.

Nacido en Kiev, en 1889, hijo de bailarines ambulantes, Nijinski comenzó en la Escuela Imperial de San Petersburgo, en 1898, graduándose en 1907.  Ingresó como solista del Teatro Mariinski, llamando de inmediato la atención, no sólo por su prodigiosa técnica, sino por su especial personalidad.

Incorporado a los Ballets Rusos que Sergio Diaguilev Nacido en Kiev, en 1889, hijo de bailarines ambulantes, Nijinski comenzó en la Escuela Imperial de San Petersburgo, en 1898, graduándose en 1907. Ingresó como solista del Teatro Marinski, llamando de inmediato la atención, no sólo por su prodigiosa técnica, sino por su especial personalidad. Incorporado a los Ballets Rusos que Sergio Diaguilev presentó en París en ese año, recibió múltiples elogios del público y de la prensa.

Sobre él escribió el crítico Brussel en Le Figaro: «… especie de Vestris de nuestro tiempo, en cuya brillantísima técnica se unen un sentido de la plástica y unos gestos tan distintivos que desde luego, no tienen igual en ningún lado». Para esa compañía, realizó también varios trabajos coreográficos, con un lenguaje tan diferente, que sus estrenos no estuvieron ajenos al escándalo y la sorpresa.

Su vida estuvo impregnada de episodios complejos, entre ellos su prematura enfermedad mental, en la que permaneció varios años, hasta su muerte, en abril de 1950. Su carrera de bailarín duró propiamente diez años, pero en ellos conquistó la eternidad. Muchos son los méritos de este artista que lo consagran como una de las más grandes glorias de la danza, pero en el tema que nos ocupa, bastaría recordar que devolvió a la figura del bailarín un lugar preeminente, a tal punto que a veces lograba que la figura de su compañera quedara en segundo plano.

Nijinski trazó en los comienzos del siglo XX el despegue masculino en la danza profesional, que bailarines y coreógrafos de danza moderna, como Ted Shawn, también contribuyeron a consolidar.

En Rusia, mientras tanto, continuaban formándose nuevas generaciones de bailarines de ambos sexos, pero el riguroso trabajo metodológico seguido en ese país favorecía una distinción entre las cualidades de la bailarina y del bailarín, dotando a estos últimos de vigorosidad y fortaleza gimnástica notable, con independencia de la elegancia y delicadeza propias de los estilos clásico y neoclásico, ampliamente desarrollados durante el siglo XX.

Uno de los exponentes masculinos de la Escuela Rusa, Rudolf Nureyev, asombraría al mundo occidental con su arte y serviría de modelo e impulso en la reconquista del protagonismo masculino en la danza, a la que también contribuían José Limón y luego Paul Taylor, Erick Hawkins y Merce Cunnigham en la danza moderna.

Desde la segunda mitad del siglo XX, junto a los nombres rutilantes de memorables bailarinas, las estrellas masculinas han ido marcando, cada vez con mayor intensidad, que en la danza profesional no es exclusivamente lo femenino y frágil lo referencial sino que, muy por el contrario, lo masculino, lo vital han adquirido enorme supremacía.

Refiriéndose al tema del hombre en la danza, algunos de los más notables coreógrafos de finales del siglo XX han señalado:

Mac Millan, «La danza está llena de gracia, atributos que se asocian con la mujer y no se pensó en otro tipo de cualidades hasta Nureyev, con su musculatura y vitalidad. Hoy en día se requieren locaciones complejas y elevaciones altas y hay que ser fuerte para ello…»

Petit, «Los bailarines varones son cada vez mejores. Los músculos se han desarrollado y mejorado y pueden hacer muchas cosas. Este es el siglo de los hombres. Ya no solo transporta a la chica y hace una variación. Ahora lleva el peso del ballet, interpretando el papel principal y realizando todas las posibilidades que ahora pueden llevarse a cabo en el cuerpo masculino».

Bejart, «Hace aproximadamente quince años el nivel de la técnica ha aumentado de modo fantástico. Muchos jóvenes se han sentido atraídos por la danza por su carácter atlético y su fuerza».

Tettley, «Se ha alcanzado un punto de maravillosa equidad, ahora que el bailarín es el varón en escena. No es solo técnica o virtuosismo, de saltar más alto que nadie. Es la capacidad para utilizar todas las posibilidades de fuerza, suavidad, agresión, sumisión, de impulsos amorosos, de tormento. De ser un pavo real. Es perfectamente correcto que un hombre baile».

Acosta, Barishnikov, Vasiliev, Muhamedov, Rusimatov, Dupond, Bujones, Bocca, Guerra, Malakhov, Carreño … Ya no hay un Dios de la danza sino un panteón de dioses masculinos, que sin desmedro de las deidades femeninas que los acompañan están mostrando una nueva visión de la danza profesional en la que cada vez más se abre un espacio para que los jóvenes de ambos sexos desarrollen su potencialidad física y espiritual.

Le roi danse. Temporada 2021, clases exclusivas para hombres.

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Erik Bruhn in rehearsal with Nureyev for La Sylphide, 1964 (Ballet National of Canada).
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